sábado, 2 de mayo de 2020

1968: EL AÑO QUE CONMOCIONÓ AL MUNDO de MARK KURLANSKY


         El año que comocionó al mundo va a pasar a ser, sin duda, 2020 por la pandemia del coronavirus, al igual que la gripe del 1918, pero hubo otros años emblemáticos por conflictos sociales como los de la Gran Guerra, el de la Revolución Rusa de 1917, o el de las revueltas estudiantiles en 1968. 


EDITORIAL DESTINO, 2005 - 560 pp. -15,5 x 23,5 cm. 
Colección: IMAGO MUNDI Nº 69  - 
ISBN 9788423337064



             Una mirada periodística al año que conmocionó al mundo. Para algunos éste fue el año del sexo, las drogas y el rock and roll, pero 1968 fue mucho más, fue considerado el año de el mayo francés, la primavera de Praga, los disturbios en Estados Unidos, la lucha por los derechos civiles de los negros, la revuelta de los universitarios de la costa oeste, la liberarción de la mujer, el principio del fin de la Unión Soviética, los asesinatos de Bobby Kennedy y Luther King, la guerra del Vietnam, las huelgas obreras en Varsovia, los movimientos estudiantiles en la España franquista... Un recorrido a través de la política, la música, los jóvenes, la guerra, la economía o los medios de comunicación de este año convulso, cuyos acontecimientos han marcado el curso del mundo moderno. Todo ello contado con su peculiar estilo pedagógico, por medio de anécdotas o análisis profundos.



      Adoptando un registro más cercano a la crónica periodística que a la vieja y laboriosa reconstrucción historiográfica, el norteamericano Mark Kurlansky, a la sazón periodista además de escritor, propone aquí una exploración en los distintos movimientos sociales de la década de los sesenta del pasado siglo que tiene por finalidad encontrar en ese tiempo el acta de nacimiento de nuestro mundo. 


    Que 1968 sea escogido como año decisivo para explicar un cambio de grandes dimensiones responde tanto al mayor efecto estético que ese año por sí mismo provoca, por poseer un campo semántico lleno de seductoras resonancias culturales, como a una estrategia narrativa encaminada a mostrar cómo líneas de fuga preexistentes vinieron a encontrarse entonces, desencadenando con ello cambios de largo alcance que ya no encontrarían resistencia, de tal forma que este momento histórico ejerciera de gozne entre dos sociedades distintas. Se trata de un intento de condensación de movimientos y procesos más amplios, contemplados tanto retrospectiva como prospectivamente: «1968 fue el epicentro de una transformación, de un cambio fundamental».

   Siendo lo característico de la reflexión histórica el hallazgo de una inteligencia en la realidad, el espigamiento de un sentido en la conjunción de hechos aparentemente inconexos, aquí no es tanto el análisis como la información la que proporciona, mediante un puntilloso recuento de los hechos, un relato de la época. Kurlansky pasa documentada revista a todos los acontecimientos relevantes de aquel año: lucha por los derechos civiles, hippismo y contracultura, movimiento estudiantil, pacifismo, feminismo, la política norteamericana y su enfrentamiento con el bloque soviético, la China maoísta, los frustrados reformismos checo y polaco, la revolución cubana y los Juegos Olímpicos de México. 

   Sirviéndose de una estructura narrativa que adopta el disfraz de la sucesión cronológica, después violentada por innumerables entrecruzamientos y digresiones, el decurso de 1968 es presentado como la plasmación de una exigencia de cambio, la implosión de una sociedad estancada y sofocante en la que «un movimiento internacional por la libertad» provoca un enfrentamiento entre los que quieren cambiar el mundo, y aquellos que por tener «un interés personal en que el mundo siga como estaba no se detendrán ante nada para silenciarles»; naturalmente, a su vez, este movimiento encontraría continuación en nuestros días por medio del movimiento antiglobalización, directo heredero de aquél. 

  Resulta llamativo que, después de tantos años, Kurlansky no se esfuerce por situar en distintos planos los movimientos sociales que actuaban en el marco democrático liberal y los movimientos democratizadores del bloque soviético, enfrentados a tan distinta circunstancia y desencadenantes de tan diferentes consecuencias; la causa puede ser su sostenido intento por situar los movimientos del 68 en un terreno de nadie, a la vez entre y contra los dos males análogos del capitalismo occidental y el comunismo oriental, que permite calificar a la Norteamérica del momento como una potencia imperialista que, incluso en la persona de Kennedy, alimentaba «obsesiones de la guerra fría», así como trazar un benigno retrato de la revolución cubana.

   Hay asuntos cuyo tratamiento es insuficiente o brilla por su ausencia, tanto más llamativa cuanto mayor ha sido su irradiación posterior. En primer lugar, el caso del terrorismo, cuyo inmediato paroxismo viene motivado por una radicalización ideológica que convierte la causa antiburguesa en fin para el que no se repara en medios, menos aún cuando esa causa ha sido tratada con una mezcla de frivolidad y embelesamiento estético: pensemos en el aura legendaria de la Baader Meinhof, en aquella portada que The New York Review of Books dedicara al modo de elaboración de un cóctel molotov, al coqueteo de la intelligentsia con el movimiento revolucionario que Tom Wolfe satirizara inolvidablemente en su Radical Chic, en la glorificación del activismo palestino o la condescendencia mostrada hacia las Brigadas Rojas. Llama la atención que, cuando alude a ETA, Kurlansky venga a lamentar que se originara entonces la «pauta de acción y reacción, de violencia por violencia, entre ETA y el Estado». 


   Y aunque sí hace referencia, por otro lado, a la dificultad que encontraron los movimientos estudiantiles y pacifistas para entablar una alianza con el movimiento obrero, no expone las consecuencias que las guerras culturales iniciadas en los sesenta tuvieron para el mapa político norteamericano, cuyos efectos llegan hasta el actual predominio del conservadurismo republicano, por cuanto la clase trabajadora se sintió ajena a unos valores que parecían atentar directamente contra los suyos, y terminó abandonando al Partido Demócrata, que vio así cómo la coalición forjada por Roosevelt en los tiempos del New Deal saltaba por los aires. 


   Incluso los demócratas estadounidenses tratan de encontrar un difícil equilibrio entre esa herencia y la recuperación del centro político, como demuestra su debate interno y problemas tales como la conveniencia o inconveniencia de recuperar a Dios en su discurso político. Tampoco son expuestas las consecuencias no deseadas de la sacudida contracultural y hippie: una profundización del proceso de individualización y una expansión del capitalismo de consumo, que encuentra en la industria cultural y en la necesidad personal de expresión, ligada al ocio, un campo abonado para su enésima transformación. De ahí surge, por cierto, una extensión de las clases medias que parecería confirmar el subyacente carácter burgués de una revolución, en consecuencia, imaginaria.

   Más acierto tiene el autor al describir la transformación experimentada por los medios de comunicación, cuya influencia en la constitución misma de los acontecimientos y en la percepción manufacturada de los mismos comienza entonces a tomar forma. Hay una diferencia abismal entre ese tiempo y el nuestro, como demuestran las quejas expresadas por el presidente Kennedy cuando, en 1961, la CBS consiguió mandar a Nueva York por vía aérea imágenes sobre el comienzo de la erección del Muro de Berlín a tiempo para el informativo de la noche: alegó entonces que el medio día que había tardado la noticia en hacerse pública no le había concedido el tiempo suficiente para formular su respuesta. 


   Especialmente interesante es el relato de las tribulaciones de Walter Cronkite, el legendario anchorman de esa misma cadena, en el curso de la guerra de Vietnam: siempre fiel a un prurito de objetividad que hacía imposible reconocerle una afiliación política, Cronkite viajó al país asiático con el fin de emitir un reportaje sobre la guerra que incluyera su juicio personal sobre la situación, con objeto de disipar la nebulosa informativa que rodeaba a la contienda. Llaman la atención sus escrúpulos y los de sus superiores, pese a que el resultado multiplicara los índices de audiencia; eran conscientes no sólo de que los medios terminarían determinando la producción misma de los hechos, sino también de que la frontera entre información, opinión y entretenimiento había desaparecido para siempre: la vieja recepción del periodismo daba paso a la sospecha y la necesidad de una segunda lectura.

   En cualquier caso, los movimientos del 68 emplearon muy hábilmente la fuerza de las imágenes en sus despliegues y campañas públicas, así como otros aspectos de la cultura popular que encontraron una nueva expresión en aquel momento, desde la propaganda gráfica a la música pop y el cine: una sinergia plena de talento y expresividad, algunas de cuyas manifestaciones son, sin embargo, fiel reflejo de muchas de las patologías entonces extendidas. Basta leer en las formidables memorias de Bob Dylan sus inútiles intentos por escapar, incluso físicamente, a la condición de profeta generacional, primero una bendición y después un tormento.


   Un rasgo además muy extendido en la aproximación al activismo y la política de los sesenta es su romantización. Tentación comprensible, en la que por ejemplo cayera Octavio Paz, que veía en la rebelión juvenil «otra posibilidad de Occidente» y «la reaparición de la pasión como una realidad magnética»; en la que cayera Sartre, quien, de creer al autor, aportó en los momentos difíciles «una voz madura, calmada y respetada»; y a la que, en fin, no cediera el entonces vilipendiado Raymond Aron. Y es comprensible porque la resistencia y la rebelión contra el orden establecido constituyen figuras universales de exaltación, formas de leyenda épica que operan tanto a nivel individual como a nivel colectivo, y cuyo papel en la constitución de la identidad explica su atractivo sentimental. A fin de cuentas, el hombre nuevo que prometía la revolución alimenta nuestro anhelo nostálgico, nuestro permanente deseo de ser otra cosa, a condición de que esa cosa nunca se obtenga verdaderamente, como en un eterno aplazamiento de cualquier satisfacción. 


    En este sentido es como hay que comprender el juicio del autor de que fuera aquél «un tiempo de una inocencia casi pintoresca», cuya excepcionalidad radica en que «la gente estaba rebelándose por cuestiones bien dispares, y que tenía en común tan solo el deseo de rebelarse». Este deseo de rebelarse sitúa involuntariamente el impulso revolucionario de los jóvenes burgueses occidentales en otra esfera: la de la satisfacción de las necesidades individuales, de la libre expresión de una identidad forjada colectivamente y que encuentra en el desafío al orden de la comunidad un motivo de embriaguez narcisista. Peter Sloterdijk ha confesado recientemente cómo los activistas del 68 le parecían unos histéricos, enigmáticos «alumnos de último curso que no dudaban en abandonar las aulas y subirse al púlpito para explicar a la Humanidad qué era lo que necesitaba» . Quizás en aquella inocencia, que sólo podemos traducir como desconocimiento del mundo, resida el impulso que, para lo bueno y lo malo, distingue al sesenta y ocho.Y una muestra del bienintencionado utopismo que lo caracteriza, pero a la vez lo trasciende, está en la exaltación que Kurlansky hace del diálogo, a cuenta de la primavera parisina: «La gente hablaba. Se hablaba en las barricadas, en el metro; cuando se ocupó el teatro Odeón, éste se convirtió en la sede de una bacanal de la verborrea durante veinticuatro horas». ¿Hay, realmente, tanto de lo que hablar? La perspectiva de una conversación social interminable es similar a la ofrecida por Truffaut y Godard en los finales de dos de sus películas: Fahrenheit 451, según la novela de Bradbury, y Nuestra música, del genial director suizo. En ambas, un grupo de resistentes forman una comunidad de lectores y artistas, dedicados a mantener la llama sagrada de la cultura, aislados del mundo real, ensimismados y silenciosos; y hay algo en esas escenas que resulta siniestro y extraño, como si la utopía realizada ya no pareciera tan deseable: como si fuera un movimiento y no una posición fija.


     Sin embargo, tanto en ese movimiento mismo, como en su sentimentalización posterior, late una tensión no resuelta y acaso irresoluble en la comunidad democrática: la necesidad de orden propia de toda comunidad y la inclinación del individuo a atentar contra ese orden. 
Desde luego, esa negación no se distingue en nuestros días por su coherencia, a menos que establezcamos una separación entre las proclamaciones revolucionarias y las vidas de quienes las hacen: de otro modo, puede provocar perplejidad ver a Thierry Henry, estrella multimillonaria del fútbol inglés, recibir un premio de la UEFA con una camiseta que exhibe el famoso retrato del Ché Guevara. 


   Este equilibrio entre orden y resistencia es, empero, menos precario de lo que aparenta, precisamente por su carácter retórico antes que sustantivo. No en vano, la transgresión necesita de la norma para ser ella misma, para constituirse como desviación: la revolución permanente representa, en nuestro orden burgués, antes una circularidad expresiva que un horizonte de acción. Su cualidad es, en consecuencia, antes estética que política: o, si se quiere, política a fuer de estética. Quizá lo desconcertante sea, después de todo, que en el plano antropológico esta necesidad bien pudiera responder a una tendencia humana a alterar el orden, a destruir lo creado, quizá como simple consecuencia del aburrimiento cuya historia proyectaba estudiar en profundidad el memorable Charlie Citrine del fallecido Bellow, y del que también se ocupara el mismo Heidegger. Sus ecos resuenan desde Nietzsche: «Más que ser felices, los seres humanos quieren estar ocupados». ¿Y qué mejor ocupación que hacer primero y deshacer después?


              El libro se muestra planteado como una exposición cronológica de acontecimientos y procesos retrospectivamente conectados y proyectados hacia el futuro.



Manuel Arias Maldonado
 RDL REVISTA DE LIBROS
Trad. de Patricia Antón




   Para Julio Aróstegui el año que hizo cambiar el orden mundial fue 1989 con la caída del muro de Berlín como síntoma del derrumbe del bloque comunista en apertura al capitalismo y la globalización. Falta por determinar las consecuencias que va a contraer la crisis el COVID19 y que no se alargue en la década, por otro lado, que sirva en pro de una conciencia social.



    Recomendamos pinchar en las entradas a nuestro post sobre el mayo del 68 y la revolucición rusa de 1917:

REVOLUCIONES: CINCUENTA AÑOS DE REBELDÍA (1968-2018) de JOAQUÍN ESTEFANÍA






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