miércoles, 8 de febrero de 2023

POESÍA DE MIGUEL HERNÁNDEZ. ESPASA. Edición del Cincuentenario 1942-1992

 


Edición crítica de Agustín Sánchez-Vidal y José Carlos Rovira 
con la colaboración de Carmen Alemany 

Editorial: ESPASA LIBROS

Edición del Cincuentenario 1942-1992.

Encuadernación: Tapa dura con sobrecubierta ilustrada.

Páginas: 1192 pp., 15 x 22 cm.

ISBN: 9788423938377

Alto: 15 cm

Ancho: 22 cm

Retrato del poeta.

P.V.P. 65,00 €


 Puede consultar disponibilidad en el correo:  

librerialibropasion@gmail.com


    Miguel Hernández, (Orihuela, 30 de octubre de 1910-Alicante, 28 de marzo de 1942) fue un poeta y dramaturgo de especial relevancia en la literatura española del siglo xx. Aunque tradicionalmente se le ha encuadrado en la generación del 36, Miguel Hernández mantuvo una mayor proximidad con la generación anterior hasta el punto de ser considerado por Dámaso Alonso como «genial epígono» de la generación del 27.  Actualmente —y tras las interesantes aportaciones de A. Sánchez Vidal— se le asocia a la Escuela de Vallecas.

    Miguel Hernández, el poeta que nunca cerró los ojos, el del rayo que no cesa, el del corazón es agua y perito en lunas. Su padre le pegaba cada vez que le veía leer por la noche pues los libros significaban perder el tiempo y tenía que dedicarse a pastorear el ganado.

Había nacido en él una obsesión, leía desaforadamente y comenzaba a escribir de la misma manera. Sus raíces le llevaban a la quietud, a quedarse en Orihuela (Alicante), a hacer del campo su medio de vida y él lo hizo durante un tiempo y siempre con un lápiz y una libreta encima. 

Dejó el colegio muy pronto para dedicarse a cuidar del ganado, pero su formación despuntó gracias a su afán lector. Miguel Hernández, de niño, sacaba los libros de su amigo, el cura Luis Almarcha, un religioso del pueblo que vio en él el don por las letras, aunque luego le traicionaría.

     La infancia y la dedicación a su hijo en El niño yuntero, la esperanza en la juventud, a la tierra y el trabajo del hombre, invocando a la justicia social mediante la revolución de los campesinos en los Aceituneros, andaluces de Jaén, la importancia que dio a la amistad con la sentida pérdida que muestra en su Elegía y la gran importancia que adoptó de los clásicos, como Luis de Góngora, Lope de Vega y Cervantes, inspiraron al autor.


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    Recopilamos siete de sus poemas entre los que está el último encontrado: «El aguador ahogado».


    EL NIÑO YUNTERO

Carne de yugo, ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.

Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.

Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.


 LLAMO A LA JUVENTUD 

Sangre que no se desborda, 

juventud que no se atreve, 

ni es sangre, ni es juventud, 

ni relucen, ni florecen. 

Cuerpos que nacen vencidos, 

vencidos y grises mueren: 

vienen con la edad de un siglo, 

y son viejos cuando vienen. 


    ACEITUNEROS

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.

Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?

Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.

No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.

Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.

¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!

Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?

Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.


    NANAS DE LA CEBOLLA

Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.

Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

La carne aleteante,
súbito el párpado,
el vivir como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


    ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se
me ha muerto como del rayo Ramón Sijé,
con quien tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento.
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.


    VIENTOS DEL PUEBLO

Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.

Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.


El último poema encontrado y editado de Miguel Hernández: «El aguador ahogado», 

                                            


    EL AGUADOR AHOGADO  (A mi amigo Manolo, aguador ahogado)

A punto de casarte te has ahogado.


Y una mujer tortura sus cabellos,

echa de menos un timón de olmo,

llora un novio de yunques resistentes,

un corazón de campanario en fiesta,

derramando jornales por el suelo, que unisteis

para pagar el azahar y el hijo.


Y otra mujer, tu madre, tan mezquina

que te crio con hierbas y mendrugos,

gime y te insulta porque ha de pagar tu entierro.



Hoy tendrán sed tinajas y gargantas,

hoy huelgan por ti fuentes y aguadores,

carros y surtidores con los brazos caídos.


Tu cuerpo estaba hecho de herramientas sonoras:

parecías compuesto de disparos,

tu voz llevaba un trueno de las riendas, 

y dos trillos, tus pasos, tan potentes

que quedaban las huellas de tus pies

guardadas en las losas.

Tú y la chicharra, de la misma especie.


Cuando hacías equilibrios sobre un cuchillo en pie,

cuando sobre tu carro

de cántaros templando sus guitarrones de agua,

relampagueando el látigo mordías al corrico,

cuando te desplegabas sobre tu acordeón,

caía seducida una hortelana.


Tú y Rosendo, los mozos más fornidos, Manolo.

Tu dilatado tórax ocupaba la calle,

a tu sien hondamente negra de juventud

acudían las venas y el amor a manojos,

parecía que nunca te habías de morir,

parecías verdad, y eras mentira.


Viniste al mundo derribando sillas

y levantando arados con los dientes: 

tu mano mejoró la del león

y resistió tu espalda la caída de un pino.

Gremio de relucientes puñaladas,

suavemente las aguas te han matado.

Cuatro aguadores de anudados brazos

te llevan con los pies para delante.


Cuenta con mi dolor, cuenta conmigo,

y con mi corazón, y con mi lengua,

cuenta con un puñado de lágrimas y tierra,

cosechero que fuiste del estrépito,

privilegio acabado de la vida.


                                   [Orihuela, agosto, 1935]


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