LAS PENSADORAS Y ARTISTAS OLVIDADAS DE LA GENERACIÓN DEL 27
SABEMOS PERFECTAMENTE QUIÉNES SON FEDERICO GARCÍA LORCA, RAFAEL ALBERTI, SALVADOR DALÍ, LUIS BUÑUEL...
...SIN EMBARGO, DESCONOCEMOS A LAS MUJERES ESCRITORAS Y ARTISTAS QUE ANDABAN AL UNÍSONO DE LOS GRANDES CREADORES DE LA GENERACIÓN DEL 27
Tània Balló - Bolsillo 9,45 €
Este libro recupera la memoria y los avatares de varias mujeres, artistas y pensadoras de la generación del 27, cuyo legado resulta determinante en la historia de nuestro país, al igual que el de sus compañeros pertenecientes a esa ineludible generación literaria. El nivel cultural en España era muy elevado antes de la contienda y las vanguardias fueron referentes a nivel internacional.
Mujeres que se quitaron el sombrero, ese corsé intelectual que las relegaba al papel de esposas y madres, y participaron sin complejos en la vida intelectual española entre los años veinte y treinta. Pero la censura nacional se ceba con la creación femenina y se tardará en reconocer nombres femeninos y nos queda "Nada", como el título de Carmen Laforet.
En la generación de oro de mujeres destacan escritoras, artistas plásticas, dramaturgas y pensadoras: Rosa Chacel, Ernestina de Champourcín, Marga Gil Röesset, María Teresa León, Maruja Mallo, Concha Méndez, Ángeles Santos, María Zambrano, Josefina de la Torre.
La editorial Planeta permite acceder a la presentación del libro
Introducción
Un día se nos ocurrió a Federico, a Dalí, a Margarita Manso, que era estudianta [sic] de Bellas Artes, y a mí quitarnos el sombrero porque decíamos parece que estamos congestionando las ideas, y atravesando la Puerta del Sol nos apedrearon llamándonos de todo [...] ahhh, nos llamaron maricones por no llevar sombrero, se comprende que Madrid vio en eso como un gesto rebelde y por otro lado narcisista [...]. Yo me acuerdo que salía de mi casa con mi abrigo de piel de nutria y salían al balcón a ver si era verdad que yo no llevaba sombrero llevando nutria...
MARUJA MALLO
Señas de una generación
¿Quiénes son Las Sinsombrero? Todos conocemos la Generación del 27. Tan popular grupo cultural da nombre no solo a una de las nóminas artísticas más excepcionales de la historia cultural española, sino que también identifica el devenir de unas décadas clave de nuestro país (1920-1930).
Durante los cuarenta años de dictadura que siguieron a la Guerra Civil, gran parte de los ilustres nombres de aquellos jóvenes intelectuales y artistas que protagonizaron ese boom de libertad y creatividad, que culminó con la proclamación de la Segunda República (1931-1939), fueron silenciados.
Años después, con la recuperación de la democracia, algunos de los supervivientes de aquella época regresaron poco a poco a España. Su producción artística en el exilio, que durante los últimos años antes de su vuelta había empezado tímidamente a circular entre las esferas intelectuales más progresistas, les permitió ser reivindicados por una generación, nacida en plena dictadura, que estaba ávida por descubrir referentes ideológicos y creativos de un pasado que desconocían.
Así fue como, con su regreso, se abría, ante el nuevo paradigma político, social y cultural, la posibilidad de transformar, por fin, el imaginario colectivo e iconográfico sobre la victoria, y ellos, que habían luchado contra los fascistas y por ello habían sido condenados, podían ahora retornar como las figuras heroicas que eran.
Pero la historia en esa España de la Transición, dispuesta a volver a empezar, solo se reescribió en masculino.
En el impulso de recuperar una cronología literaria, artística y social, por aquel entonces fragmentada y condicionada por un tácito pacto de silencio, no se tuvieron en cuenta las figuras femeninas que también vivieron durante años en el oscurantismo del exilio y por consiguiente fueron protagonistas por igual de aquel pasado que se estaba reivindicando.
Ellas también volvieron a casa, pero parece ser que la Historia no las esperaba.
Su ausencia en las innumerables antologías, estudios, biografías y memorias posteriores sobre el grupo del 27 (también conocido como generación de la República o de la Amistad) las enfrentó a una batalla de la que es muy difícil salir victorioso: el olvido.
Con el transcurso de los años, a pesar de que los textos e investigaciones que dan luz a la necesaria recuperación de sus figuras como miembros de pleno derecho de tan magnánima generación no son todavía muy numerosos, sí se consideran imprescindibles para elaborar, ahora sí, una justa relectura de la historia cultural española. Sin ellas la historia no está completa.
María Teresa León, Maruja Mallo, Concha Méndez, Josefina de la Torre, Margarita Manso, Ernestina de Champourcín, María Zambrano, Rosa Chacel, Ángeles Santos o Marga Gil Roësset son los nombres de algunas de estas figuras imprescindibles. No están todas las que fueron, pero es un buen inicio.
La descripción de los espacios comunes, no solo aquellos físicos sino también vitales y emocionales, en los que ellas deambularon construyendo un futuro colectivo son fundamentales para entender y descubrir la importancia, el talento, la lucha y los sueños de la que es la mejor generación femenina de la historia artístico-cultural de España, Las Sinsombrero.
Las artistas pertenecientes a la Generación del 27, al igual que sus integrantes masculinos, nacieron en un periodo comprendido entre 1898 y 1914, y tomaron Madrid como centro neurálgico, donde la gran mayoría residieron, estudiaron y desarrollaron su personalidad artística. Durante los últimos años de la década de 1920, empezaron a mostrar públicamente su obra, principalmente en aquellos lugares y espacios que acabarían convirtiéndose en los escenarios comunes de un nuevo orden cultural: Revista de Occidente, La Gaceta Literaria, la Residencia de Estudiantes o el Lyceum Club Femenino, entre otros. Abiertos a los nuevos conceptos de modernidad y las corrientes vanguardistas, sobre todo el surrealismo, provenientes especialmente de Europa, pero también ávidos de recuperar la tradición popular española y sensibles a una realidad social con la que se sentían comprometidos, fueron capaces de transformar el panorama cultural y artístico de una España en proceso de cambio.
Y por último juntos, hombres y mujeres, se enfrentaron a un destino que rompió con sus vidas y sus carreras de forma abrupta y demoledora, desterrándolos, en su gran mayoría, a un exilio, del que algunos no regresaron.
Para trazar una correcta interpretación de una obra es interesante conocer el contexto que la produjo. Este «fuera de campo» —expresión a la que recurrimos la gente del cine para explicar aquello que sucede en los márgenes de la escena filmada pero que influye en la acción grabada— nos ayuda a entender lo que el autor/ artista nos quiere transmitir. Especialmente en contextos históricos. El lector o espectador de hoy tiende a interpretar lo que ve desde su propio presente, por lo que muchas veces no somos capaces de percibir el «fuera de campo», entendido como aquellos acontecimientos sociales y personales que afectan a la esfera emocional y racional del autor y, por consiguiente, a su proceso creativo.
En el caso de nuestras protagonistas, es importante trazar las circunstancias históricas con las que tuvieron que lidiar, sobre todo por su condición de mujeres. Porque ello afectó, y mucho, a la construcción de su autoría, y, en consecuencia, su obra se convirtió en el reflejo más fiel de su lucha personal por ser reconocidas como sujeto histórico.
El «YO existo» de una nueva mujer
La pérdida de las últimas colonias (Cuba, Filipinas y Puerto Rico) en la conocida como Guerra Hispanoamericana de 1898 sumergió a nuestro país en una profunda crisis nacional. Como afirmaba Raymond Carr en España 1808-1939 (Horas de España):
«La destrucción pública de la imagen de España como gran potencia convirtió la derrota en un desastre moral. La derrota acabó con la confianza ya minada por la depresión económica y por la confusión política, y fue atribuida al sistema político que había presidido el desastre».
Más allá del plano político y económico, con cambios que propiciarían la apertura a la europeización, y con ello a la modernidad, fue en el campo intelectual donde más se hizo sentir la derrota. La conocida como Generación del 98, integrada por figuras como Unamuno, Machado, Baroja o Valle-Inclán entre otros, ahondó en lo que se llamó «el problema español».
Al debate sobre una nueva España se sumó «el problema femenino», sobre todo a partir del fin de la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Tal como nos cuenta Núria Capdevila-Argüelles en Autoras inciertas, el ideal de mujer se fundía con la nueva patria. De esta forma, sobre el dulce ángel del hogar recaía la responsabilidad de engendrar y proteger una nueva generación de españoles que debían devolver a España su identidad. Esta corriente antifeminista y antiemancipadora recurría a las retóricas del esencialismo biológico, que se caracterizaba por sentenciar científicamente la desigualdad de los sexos, acentuando la debilidad del género femenino y señalando su nula capacidad intelectual. La mujer quedaba así recluida a su espacio privado con el único objetivo vital de ser esposa y madre:
«El peso del esencialismo biológico en la producción textual española del primer tercio del siglo XX hasta la Guerra Civil es de hecho más grande que la legitimación patriarcal hecha desde el discurso religioso».
Tal como sostiene Capdevila, fueron muchos los ilustres intelectuales de antaño que dedicaron reflexiones al «problema femenino», entre ellos Marañón, Ortega y Gasset o Ramón y Cajal, siendo este último seguramente el más misógino de todos. Así, por ejemplo, afirmaba: «¿Preferirá el sabio la mujer artista o la literata profesional? Salvo honrosas excepciones, tales hembras constituyen perturbación o perenne ocasión de disgusto para el cultivador de la ciencia. Desconsuela reconocer que, en cuanto goza de un talento y cultura viriles, suele la mujer perder el encanto de la modestia, adquiere aires de dómine y vive en perpetua exhibición de primores y habilidades. La mujer es siempre un poco teatral, siempre en escena. ¡Y luego tienen gustos tan señoriales y complicados...!».
La aparición de la nueva mujer en Europa va de la mano de dos realidades históricas que tienen lugar durante la segunda mitad del siglo XIX. Por un lado, el paulatino afianzamiento de los primeros movimientos feministas procedentes de Inglaterra y Estados Unidos, y, por otro, la revolución industrial que incorporó a la mujer al mundo laboral. Es durante esa época cuando aparecen las primeras olas de movimientos feministas. Pero no será hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, cuando la mujer, ante la marcha del hombre al frente, se ve forzada a asumir el lugar de este en la fábrica y los puestos de trabajo, cuando la conciencia emancipadora toma mayor relevancia, contagiándose en las capas sociales más bajas. En 1918, al terminar la contienda, esa mujer, convertida ya en un ser autónomo y más fortalecida que nunca, toma conciencia de su capacidad intelectual y de independencia, y decide no volver a un papel de sumisión. Y es allí donde se fragua la nueva mujer moderna que alcanzará su plenitud en la década de 1920, ante el estupor de una sociedad patriarcal y misógina. El escritor valenciano Federico García Sanchiz, en un artículo publicado por aquellos años en el periódico La Esfera, «La Venus actual», nos señala:
«Rodaron los años, estalló, desarrollose y se resolvió la guerra; se ha nutrido la moral, se perfeccionaron algunos inventos que traen normas para el porvenir; en suma: cambió el ambiente del mundo, y una de sus consecuencias ha sido la creación de otro modelo femenino. Después de las madamas y de las emperatrices, de las ninfas, de las inspiradoras de cromos, vinieron los perfiles enigmáticos, las vampiresas, la musa fatal, el chic, las brujitas frívolas, y ahora llegan unas mujeres feas y adorables, sanas, desceñidas y que olvidaron el uso del corsé, reidoras con sus canosos labios, arriscadas, fuertes, que parecen heroicas junto al hombre, con sus trajes entallados y sus pulseras».
Pero los gobiernos de las potencias europeas, debilitadas después de una encarnizada guerra que dejó más de ocho millones de muertos (la mayoría perteneciente a la población activa masculina) y una geopolítica alterada, con grandes pérdidas hegemónicas que dibujarían un nuevo mapa mundial, no vieron con buenos ojos ese nuevo estatus femenino y sus inmediatas consecuencias: aparición de los movimientos feministas y sufragistas, la nueva independencia económica de la mujer que le permitía participar de la vida pública y su acceso a la educación. Ante una Europa devastada, para el poder tradicional era fundamental encauzar un nuevo orden social y devolver la autoridad al hombre, que volvía de la guerra anímicamente deshecho, y debía recuperar el control.
Pero no había marcha atrás. La nueva mujer emergía como un nuevo ser, cosmopolita, independiente y creativa, al tiempo que irrumpía en la esfera pública.
En España esa mujer llega a su plenitud también por las mismas fechas y se consolida con la proclamación de la Segunda República en 1931. De esta forma lo define Shirley Mangini en Las modernas de Madrid: Las grandes intelectuales españolas de la vanguardia:
«La moderna no lo era solo por su formación cultural, su vocación profesional y su conciencia política liberal (a veces feminista), sino también porque aplaudía los avances tecnológicos y reflejaba la modernidad en su aspecto físico y su modo de vestir».
Pero seguramente fue la ocupación del espacio público por parte de esa nueva mujer una de las cuestiones más importantes en la reafirmación de esa conciencia vanguardista que tanto caracterizó a Las Sinsombrero.
En el caso de los hombres integrantes de la Generación del 27, ese espacio se presentaba como un escenario desde donde representar esa ruptura con el pasado como elemento caracterizador de los ideales vanguardistas imperantes en la conciencia del grupo. En cambio, para las mujeres, lo público emerge como una esfera a conquistar como elemento vital. Por primera vez, se sienten sujetos propios y, por primera vez, se presentan ante una sociedad que, aunque las rechace, se ve obligada a mirarlas. «Las artistas españolas de esos años personificaron y reflejaron en sus obras la estética, los hábitos, las conquistas y las aspiraciones de independencia y emancipación que animaban el espíritu de las nuevas mujeres. Con ellas se fracturaron las antiguas barreras de género que no permitían el paso de la mujer de objeto a sujeto de la mirada», en palabras de la ensayista Begoña Barrera López, en su artículo «Personificación e iconografía de la mujer moderna», refiriéndose a las protagonistas de principios del siglo XX en España.
Las obras de las artistas españolas del grupo del 27 son un claro ejemplo de ese espíritu rompedor y de modernidad que identificaba a la nueva mujer. Con ello estas creadoras ofrecían por primera vez una iconografía colectiva del fenómeno.
En este panorama, las figuras femeninas emergen como personajes pictóricos o literarios fuertes, emancipados, que luchan contra su destino. Como ejemplo de ello tenemos la pintura La tertulia (1929), de la artista Ángeles Santos, en la que se representan a un grupo de chicas, con un look claramente moderno, una de ellas fumando, y en una postura de contemplación y éxtasis intelectual; o las figuras literarias de Rosa Chacel, tanto en su obra Estación. Ida y vuelta (1930) como en Teresa (1940), publicada ya en el exilio, donde otorga a sus protagonistas una personalidad fuerte e independiente.
Son figuras, todas ellas, que transmiten un constante movimiento a la velocidad de un tiempo que se presentaba imparable. Ellas más que nadie supieron vincular su experiencia vital al artefacto creativo, y con ello atestiguar y perpetuar su ser vanguardista. Será la poeta Ernestina de Champourcín, una de las más modernas del grupo, en una carta de 1928 a su amiga y escritora Carmen Conde, quien expondrá de forma más clara esa inquietud:
«¿Por qué no podremos ser nosotras, sencillamente, sin más? No tener nombre, ni tierra, no ser de nada ni de nadie, ser nuestras, como son blancos los poemas o azules los lirios».
A pesar de ese ímpetu, su participación en la vida cultural e intelectual, como ya hemos mencionado, no fue fácil. La anquilosada mente de una sociedad patriarcal, que quería y temía a la vez la modernidad, fue su máximo enemigo. Seguramente por ello, la colaboración entre las mujeres de distintas generaciones que convivieron durante las décadas de 1920 y 1930 fue muy estrecha, a pesar de no coincidir en muchos aspectos.
Las artistas de este grupo vinieron precedidas por la Generación del 14. Mujeres como Clara Campoamor, Victoria Kent, María de la O Lejárraga o Carmen de Burgos fueron las primeras en protagonizar el nuevo rol de mujer moderna incorporándose al mundo laboral y político. Pero no será hasta la aparición de las mujeres del 27 cuando este protagonismo femenino incida también en el mundo artístico.
Gracias a esta relación intergeneracional se construirán aquellos espacios compartidos donde consolidar su presencia en los ámbitos culturales e intelectuales y luchar juntas por su derecho a ser ciudadanas de primera.
No solo ellos tomaban café.
El Lyceum Club Femenino
Tània Balló (Barcelona, 1977) es productora y directora de cine. Estudió en el Centre d’Estudis Cinematogràfics de Catalunya (CECC) y cursó un posgrado sobre Documental, Investigación y Desarrollo en la Universidad de Nueva York. Sus primeros proyectos fueron dos obras colectivas, 200 Km. (2003), presentada en el Festival de San Sebastián, y Entre el dictador y yo (2005), un film donde varios directores nacidos tras la muerte de Franco reflexionan sobre su memoria perdida. Produce también el film argentino Infancia clandestina (2013), de Benjamín Ávila, largometraje de ficción estrenado en Cannes. Posteriormente aborda la producción y la codirección, con Serrana Torres y Manuel Jiménez-Nuñez, de Las Sinsombrero (2015) un proyecto transmedia coproducido por TVE que logra amplia repercusión social.
- CONCHA MÉNDEZ
- MARUJA MAUD
- ROSA CHACEL
- MARÍA ZAMBRANO
- ERNESTINA DE CHAMPOURCÍN
- MARÍA TERESA LEÓN
- MARGA GIL ROESSET
- MARUJA MALLO
- JOSEFINA DE LA TORRE
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