Distribución y Consumo nº100
Encuadernación en tapa dura de editorial con sobrecubierta ilustrada.
171 pp. 25 x 31 cm.
Ilustrado en color
Colección de carteles de Carlos Velasco Murviedro
Depósito legal: M 26614-2008
Si te apasiona la publicidad o simplemente quieres conocer o recodar cómo era el siglo pasado, te recomendamos este libro: De venta aquí. La imagen de los comercios en el cartel publicitario.
Repaso por la cartelería desde los orígenes del cartel publicitario moderno, a finales del siglo XIX, hasta la irrupción de la televisión y las técnicas publicitarias actuales, en el último tercio del siglo XX. Está incluido dentro de la iniciativa editorial cultura alimentaria que pretende abrir un nuevo territorio de conocimiento y divulgación sobre el comercio y la distribución. En un principio eran abacerías y tiendas de comestibles que pasaron a ser tienda de ultramarinos con productos de las colonias que crecen a supermercados e hipermercados para terminar en los grandes almacenes que desembocan en los actuales centros comerciales. La imagen de estos últimos ya no tiene escaparate a la calle son grandes lugares cerrados donde entras para comprar compulsivamente.
La relación entre comercio y publicidad es tan antigua como la propia actividad comercial. De una u otra forma, en función de las épocas y los medios disponibles, los tenderos siempre han buscado llamar la atención de la clientela, atraerla hacia sus establecimientos, animarla a comprar. Para los consumidores actuales más jóvenes, la imagen de marca de los distribuidores es, en muchos casos, la mejor garantía; más allá de las características o la relación calidad/precio con la satisfacción que les ofrece el producto o el servicio que están dispuestos a comprar, ya sea por necesidad o por mero hedonismo consumista.
Así ocurre sobre todo con las tiendas/marcas de ropa, atuendo deportivo, perfumes, los abalorios que se definen bajo el eufemismo de complementos o incluso los productos de consumo cotidiano, en los que se registra una presencia creciente de marcas de distribuidor, asociadas cada vez más a una garantía por parte de la empresa que las vende y no tanto a un menor precio y, por tanto, peor calidad.
De una u otra forma, lo cierto es que la evolución del comercio en las últimas décadas ha generado un escenario en el que el equilibrio de poderes entre el producto y el establecimiento se decanta claramente hacia este último. Ya no se trata tanto de qué comprar sino de dónde hacerlo. La tienda, la marca del tendero, se convierte así en el elemento central de la acción comercial.
Una realidad que tiene su reflejo consecuente en la publicidad. Por un lado, a través de los mensajes procedentes de las empresas distribuidoras –en muchos casos también fabricantes–, cuyo objeto es crear y mantener su propia imagen de marca, identificándola con los segmentos de mercado a los que quiere llegar. Y, por otra parte, mediante las campañas de las grandes empresas industriales, que tienen que redoblar esfuerzos para diferenciar sus marcas, compitiendo con el resto de las marcas de fabricantes y, cada vez más, con las que llevan el sello del distribuidor.
Pero no siempre ha sido así. Y no hay mejor apoyo para observar y comprender el presente que echar una ojeada al pasado más reciente. A ello pretende contribuir este libro, que recoge una amplia selección de carteles publicitarios de establecimientos comerciales de todo tipo de productos y servicios.
Vienen siendo relativamente habituales las recopilaciones de viejos carteles y anuncios de productos de gran consumo. Pero la originalidad de este libro es, precisamente, recopilar carteles de los establecimientos, poniendo el foco sobre el escaparate de los comercios que se afanaban en ganar clientes mediante carteles publicitarios, unos artísticos y de gran belleza, otros curiosos por su forma y su intención; y algunos simplemente informativos, con mensajes que hoy nos parecen ingenuos en muchos casos, pero que en su momento resultaban muy efectivos.
El repaso de los carteles que se recogen en este libro, todos ellos procedentes de la colección del profesor Carlos Velasco, confirma el tradicional protagonismo del producto frente a la tienda. De ahí el reiterado y recurrente “De venta aquí”, porque el buen nombre del establecimiento se ganaba asegurando a los compradores que se ofrecían los mejores productos, los más demandados.
Un viaje hacia atrás de cartel en cartel, la publicidad y el comercio. El cartel es realmente el anuncio por antonomasia, protagonista de color en paredes de viviendas (calendarios de cartón y cartulina), fachadas de comercios y tiendas (chapas en relieve o anuncios en cristal y espejo), desplegables en suelos y escaparates (en cartón), y vallas exteriores en solares y medianeras de edificios (en papel litografiado de grandes dimensiones).
Los productos de un siglo: alimentos, farmacia, droguería, automóvil, perfumería, agricultura, industria, papel de fumar, prendas de vestir y del hogar, licores, refrescos y vinos, seguros, papelería e impresos, etc. El cartel de publicidad es una representación fundamentalmente gráfica (puede tener texto, pero la imagen es lo que le da especificidad), mientras que los anuncios de prensa, por ejemplo, eran lo contrario, con apenas ilustración y mucho más texto.
Sin ser un componente relevante considerado de forma aislada, la parte escrita, el texto del anuncio en el cartel, caso de existir (hay carteles con ausencia total de texto, salvo el nombre del producto o del comercio), configura un continuo entre imagen y escritura que resulta también único y singular, por la necesaria brevedad e impacto significativo que debe procurar conseguir con el mínimo de palabras.
Otra nota clara, determinante y de gran relevancia es el color. A diferencia de otros muchos anuncios en prensa o en revistas que aparecían sólo en blanco y negro, sepia o azul, o del valor cultural, etnográfico y artístico de la fotografía desde mediados del XIX, se encontraban con la limitación de la falta de color, aspecto este que el cartel litografiado que estamos considerando sí tenía.
Este color del cartel fue, al final, y sobre todo en nuestro país, la única nota de alegría y verdadero color en una España en blanco y negro, pobre y gris.
El cartel, por definición, se imprimía en papel, cartón, chapa o cristal de forma autónoma, es decir, que su vida como medio publicitario se derivaba de esta vida independiente que pretendía desde su origen.
Por el contrario, un anuncio (que podía incluso ser idéntico de contenido y dibujo a otro de un cartel) impreso en una revista no se concibió como el anterior, y aunque estéticamente podría ser igual al cartel, no lo era, pues era más pequeño, estaba impreso por detrás (recuérdese que era una página impresa por las dos caras), y para autonomizarse como el cartel…, debía ser arrancado de la revista que fuese.
El cartel tuvo una primacía clara como soporte publicitario sobre los otros existentes a lo largo del siglo largo considerado. Por el contrario, prensa, revistas, radio o televisión tuvieron una menor consideración y protagonismo. Por lo que se refiere a la duración o mantenimiento de los carteles una vez impresos y expuestos para su contemplación, en las bibliotecas y archivos de donde se ha conservado forman parte de una sección llamada Efímera, indicándose con ello la poca o nula voluntad de persistencia que se tenía cuando vieron la luz (junto a recordatorios funerarios o de primera comunión, paipáis, gorros, etiquetas de bebidas, tarjetas postales, cromos, etcétera).
Al no tener ninguna valoración cultural en su origen (como sí lo tuvieron en cambio los cuadros, los libros o la propia prensa y revistas, que se conservaban y no se tiraban), no se guardaron apenas, y por ello son hoy tan escasos y difíciles de encontrar.
Un caso curioso es el de los calendarios publicitarios, los cuales precisamente por idearse para servir no sólo de referencia temporal, sino también de adorno en el salón o cocina de muchos hogares humildes sin ningún otro elemento decorativo, se mantuvieron a lo largo de años colgados en una pared.
Un aspecto que resulta de la mayor relevancia en cuanto a la unicidad que estamos comentando es el que se refiere al cartel comercial conectado a imágenes descriptivas del producto anunciado (comida, bebida, chocolate, bicicleta, etc.) o comercio (bodega, tienda, escaparate, mostrador, etc.) de una forma tan elemental que, precisamente por ello, nos sumerge de forma única en la vida cotidiana de un momento determinado. Es la gente normal la que aparece representada, con los vestidos y peinados de la época, en sus casas o trabajos, divirtiéndose en el bar o en una fiesta, sola o con la familia, etc.
En sentido contrario, el otro elemento gráfico tradicional más cercano al cartel, el cuadro existente en un museo, aunque también nos habla de cómo se vestía y peinaba la gente, o cómo se divertían o hacían la guerra, se referían en una gran parte de los casos a sólo una parte de la población, la más acomodada (reyes, ministros, militares, empresarios, nobles, clero, etc.), que era la que podía encargar los cuadros y no el hombre y la mujer normales, de la calle, que son, sin embargo, los que aparecen recogidos protagonizando los carteles.
Otra característica del mayor interés hace referencia a la transversalidad del conocimiento que permite el cartel o, lo que es lo mismo, la posibilidad de su análisis interdisciplinar a nivel de vida (economía), formas de vestir y hábitos cotidianos (sociología y antropología), modos de comunicar el mensaje (psicología y publicidad), calidad y características de la ilustración (arte), formas de vida colectiva y diferencias de género (cultura), acontecimientos políticos (historia), creencias y costumbres (religión).
El cartel lo entiende todo el mundo, y tal vez por ello su contemplación gusta a todos también, al confluir en él sencillez del mensaje, curiosidad, entretenimiento, interés, color, afectividad, nostalgia, cercanía, etc.; en definitiva, tal vez porque se vea la realidad tal como era, sin necesidad de elaboración intelectual de ningún tipo.
Hubo un tiempo sin televisión y sin teléfonos móviles, también hubo una época en que apenas existían las grandes superficies. Y fue en esas circunstancias cuando el comercio de cualquier bien pasaba casi todo por su vertiente minorista, y se hacía en tiendas y comercios tan abundantes en número en las diferentes calles de cada ciudad como en variedad de productos en cada uno de ellos: ultramarinos, bodegas, mercerías, farmacias, perfumerías, mecánica y automoción, papelerías, bares, electrodomésticos, etc. En este punto es cuando aparece la conexión temática entre el cartel de publicidad y las distintas tiendas y comercios que iban a querer anunciar los productos que distribuían y que el consumidor y cliente podría estar interesado en adquirir.
También, como hoy, muchos comercios intentaban ya fidelizar al cliente, procurando que repitiera sus compras en su comercio, y que supiera en todo momento los precios de lo que vendían. “Valiosos regalos” en el corcho de debajo de la chapa; los cupones mercantiles LEVANTE “aquí se obsequia con...”; el cupón EXTREMADURA “pídalo en este establecimiento”; “una peseta por cada diez etiquetas” de Leche El Niño; “valiosos premios que la casa hace a su consumidores” de alpargatas La Mariposa. Por lo que se refiere a los precios, el sindicato de peluqueros hacía públicos los suyos (lo más barato, 1 peseta, era... la “corona de sacerdote”), y Osram, en 1934, los de sus lámparas (sólo había entre 10 y 60 watios, y parece que no había de 100, que entonces debía ser poco menos que un lujo).
El cupón EXTREMADURA, y la imagen de él, con una joven bella y de formas muy marcadas, estilo americano (pin-up, Norman Rockwell), nos permite citar algunos otros de contenido similar, acorde con la influencia que los Estados Unidos iban teniendo cada vez más: Leal, Nazario González, J. Cura, Hilario Vicent, J. A. Biosca, etc.
Los anuncios reflejan ese tal como éramos de hace cincuenta o cien años: el exterior de las tiendas de entonces, con sus fachadas, escaparates y productos entrevistos tras los cristales, o el interior de esos comercios de antaño, con sus estanterías, anaqueles, mostradores, cajones, trastiendas y, lógicamente, el mancebo o la dependienta que, es de suponer, atendían solícitos al cliente que entraba a comprar algo.
Ese local era ejemplo de ese segundo hogar y esa segunda familia para muchos dependientes que trabajaban en él casi toda su vida, y muy diferente al movimiento laboral y al desapego de relaciones humanas que hoy caracteriza el mundo económico en todos los órdenes, y también en el de tiendas y comercios.
Esas fachadas, de toda clase de productos y servicios, se reproducían en alegres dibujos en las aucas o aleluyas, con sus numerosas viñetas (en colores o en blanco y negro) que, con los pareados humorísticos que llevaba cada una, ayudaban a recordar cada comercio en cuestión Gran Barcelona, Tortosa, o los Almacenes Alemanes, con sus numerosos productos en venta.
Imágenes de fachadas de edificios de Estados Unidos podían servir para anunciar automóviles (Dodge), y otras de tiendas de automóviles de allí para un taller de reparación de ellos (Nazario González, que se puede contemplar al final del reportaje). Asimismo, y con un estilo de casas centroeuropeas, el escaparate de chocolates Juncosa presenta varias niñas mirando sus golosinas a través del cristal, de forma similar a una mercería del siglo XIX (Juan Deulofeu), una droguería en Valencia, curiosa por estar frente a varias barracas (Antonio Fuster), una botica también de hace más de un siglo (Seigel), una sombrerería (La Imperial), también con calzado “del Reino y extranjero” en sus tres preciosos escaparates y, finalmente, las imágenes de la sastrería del Padró, en Barcelona, no sólo con la tienda en sí, sino con todo el bullicio y el ambiente vivo y vital de un día cualquiera de la España de los años cuarenta.
Las ilustraciones del grupo último se refieren a los interiores de las tiendas. La primera, también de estética norteamericana, es de unos dulces de Leal, donde humorísticamente se ve al dependiente derramando mermelada y manchándose, por su arrobo ante la guapa clienta. En las destilerías La Pajarita, por su parte, se reproduce una escena de cante y tertulia dieciochesca con guitarrista, maja y torero. El caso siguiente es el de un estanco en que una dependienta ofrece a un elegante caballero, tras el mostrador y delante de los estantes repletos de puros y labores de tabaco, un librillo de papel de fumar "Jean"; una camarera sirviendo barros de cerveza "El Águila" en un establecimiento en 1909; los almacenes Timagada, en el Puerto de La Luz de Las Palmas, con tres vistas del interior y sus abarrotados estantes de productos probablemente de importación; las gráficas Condal, también en tono humorístico y de los años cincuenta, ilustraban el trabajo en una imprenta.
Un caso doble curioso es el de la farmacia Albert, con imágenes muy vistosas del laboratorio (boticario que mira las cartas de su oponente mientras el mancebo le distrae y hace un preparado en el almirez), y de la tienda con los tarros en los anaqueles y el susto de la señorita que al pesarse a resaltar la poca estatura del mancebo que la atiende.
El último caso recogido es también muy agradable y gráfico, pues en la mercería Laureano la dependienta, delante de medias, lanas, botones, cintas, tarros de colonia, etc., está vendiendo a una elegante señora unas medias, posiblemente “de cristal”, como se llamaba a las de los años cincuenta.
Los carteles que se recogen, hasta un total de 220, están agrupados, sin una transición expresa entre bloques, por tipos de establecimiento, en función de la oferta de productos y servicios. La recopilación está realizada con un criterio abierto, intentando recoger una representación lo más amplia posible de tiendas, ciudades y pueblos de España, y épocas históricas diferentes. La leyenda que acompaña a cada cartel indica la empresa anunciante, las características del cartel, el autor cuando se conoce y la época en que se realizó, con el año expreso si es posible o por aproximación dentro de una década, cuando no se dispone del dato exacto.
Carlos Velasco Murviedro
En una España de posguerra donde el nivel de vida era limitado y con una enorme diferencia de clases estas imágenes en color tenían un gran impacto visual. “Caminar por calles grises e inundadas de pobreza y ver carteles absolutamente coloridos que anunciaban bicicletas, cognac, o detergentes era algo extraordinario”
En los carteles de la primera mitad del siglo pasado se derrocha el casticismo y lo autóctono, como este bautismo en la huerta valenciana donde visten los trajes tradicionales y el padrino arroja caramelos y otras golosinas a la chiquillería; mientras que, desde la apertura al Bienvenido Mister Marshall, se imita el modo de vida consumista del sueño americano con enormes coches que empequeñecen más a nuestro Seat 600, edificios monumentales y en una estética femenina muy cuidada de las mujeres.
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